Pío Baroja
TEXTO 1:
Andrés habló de la gente de la vecindad de Lulú, de las escenas del
hospital; como casos extraños, dignos de un comentario; de Manolo el Chafandín,
del tío Miserias, de don Cleto, de Doña Virginia...
-¿Qué consecuencia puede sacarse de todas estas vidas? —preguntó Andrés al
final.
-Para mí la consecuencia es fácil —contestó Iturrioz con el bote de agua en
la mano—. Que la vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos
vamos devorando los unos a los otros. Plantas, microbios, animales.
-Sí, yo también he pensado en eso —repuso Andrés—; pero voy abandonando la
idea. Primeramente el concepto de la lucha por la vida llevada así a los
animales, a las plantas y hasta los minerales, como se hace muchas veces, no es
más que un concepto antropomórfico, después, ¿qué lucha por la vida es la de
ese hombre don Cleto, que se abstiene de combatir, o la de ese hermano Juan,
que da su dinero a los enfermos?
-Te contestaré por partes —repuso Iturrioz dejando el bote para regar,
porque estas discusiones le apasionaban—. Tú me dices, este concepto de lucha
es un concepto antropomórfico. Claro, llamamos a todos los conflictos lucha,
porque es la idea humana que más se aproxima a esa relación que para nosotros
produce un vencedor y un vencido. Si no tuviéramos este concepto en el fondo,
no hablaríamos de lucha. La hiena que monda los huesos de un cadáver, la araña
que sorbe una mosca, no hace más ni menos que el árbol bondadoso llevándose de
la tierra el agua y las sales necesarias para su vida.
El espectador indiferente, como yo, ve a la hiena, a la araña y al árbol, y
se los explica. El hombre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la
bota a la araña se sienta a la sombra del árbol, y cree que hace bien.
—Entonces ¿para usted no hay lucha, ni hay justicia?
—En un sentido absoluto, no; en un sentido relativo, sí. Todo lo que vive
tiene un proceso para apoderarse primero del espacio, ocupar un lugar, luego
para crecer y multiplicarse; este proceso de la energía de un vivo contra los
obstáculos del medio, es lo que llamamos lucha. Respecto de la justicia, yo
creo que lo justo en el fondo es lo que nos conviene. Supón en el ejemplo de
antes que la hiena en vez de ser muerta por el hombre mata al hombre, que el
árbol cae sobre él y le aplasta, que la araña le hace una picadura venenosa;
pues nada de eso nos parece justo, porque no nos conviene. A pesar de que en el
fondo no haya más que esto, un interés utilitario ¿quién duda que la idea de
justicia y de equidad es una tendencia que existe en nosotros? ¿Pero cómo la
vamos a realizar?
—Eso es lo que yo me pregunto ¿cómo realizarla?
—¿Hay que indignarse porque una araña mate a una mosca? —siguió diciendo
Iturrioz—. Bueno. Indignémonos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Matarla? Matémosla. Eso no
impedirá que sigan las arañas comiéndose a las moscas. ¿Vamos a quitarle al
hombre esos instintos fieros que te repugnan? ¿Vamos a borrar esa tendencia del
poeta latino:
“Homo, homini lupus”, el hombre es
un lobo para el hombre? Está bien. En cuatro cinco mil años lo podremos
conseguir. El hombre ha hecho de un carnívoro como el chacal un omnívoro como
el perro; pero se necesitan muchos siglos para eso.
1- ¿Quién sobrevive en la vida? ¿A costa de qué?
El que lucha por adaptarse al
ambiente que le rodea en unas condiciones determinadas.
2- ¿Qué actitud adopta Iturrioz ante esas injusticias?
¿Por qué? Busca en el diccionario la palabra "ataraxia" y relaciónala
con esta actitud
Él piensa que nosotros creemos
que algo es justo según nos convenga, dependiendo de nuestros intereses. Adopta
la indiferencia ya que no puede que todo sea como el quiere.
Ataraxia: incapacidad del ser
humano de sentir frustración. Al igual que la indiferencia deja de importarle
algunos aspectos de la vida, como por ejemplo lo que no puede cambiar para que
todo esté a su gusto
TEXTO 2:
- Ya la ciencia para vosotros
—dijo Iturrioz— no es una institución con un fin humano, ya es algo más; la
habéis convertido en ídolo
—Hay la esperanza de que la
verdad, aun la que hoy es inútil, pueda ser útil mañana
—replicó Andrés.
—¡Bah! ¡Utopía! ¿Tú crees que
vamos a aprovechar las verdades astronómicas alguna vez?
—¿Alguna vez? Las hemos
aprovechado ya.
—¿En qué?
—En el concepto del mundo.
—Está bien; pero yo hablaba de
un aprovechamiento práctico, inmediato. Yo en el fondo estoy convencido de que
la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomalía de la naturaleza que se llama la vida
necesita estar basada en el capricho, quizá en la mentira.
—En eso estoy conforme —dijo
Andrés—. La voluntad, el deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el
hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más comprender, corresponde
menos desear. Esto es lógico, y además se comprueba en la realidad. La
apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de
una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya
necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El
individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene.
Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un
sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive
más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad
que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes
como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital
necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de
crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de
mentira que es necesaria para la vida. ¿Se ríe usted?
—Sí, me río, porque eso que tú
expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás
leído que en el centro del paraíso había dos árboles, el árbol de la vida y el
árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso,
frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia
no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que
le dijo Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán
delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín pero cuidado con el
fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su
fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la
vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo
alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os
dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo
admirable?
1- ¿Por qué Iturrioz (Baroja) cree que la ciencia, es decir, el conocimiento, hace al hombre más infeliz?
Porque puede cuestionarse
algunas cosas que sin el conocimiento no pensaba y a lo mejor estos nuevos
pensamientos le hacían replantearse su existencia y/o felicidad.
TEXTO 3:
Las
costumbres de Alcolea eran españolas
puras, es decir, de un absurdo completo. El pueblo no tenía el menor sentido
social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas en su cueva.
No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación.
Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que
los domingos a misa. Por falta de instinto colectivo el pueblo se había
arruinado. El pueblo aceptó la ruina con
resignación.
—Antes
éramos ricos —se dijo cada alcoleano—. Ahora seremos pobres. Es igual;
viviremos peor, suprimiremos nuestras necesidades. Aquel estoicismo acabó de
hundir al pueblo.
Muchas
veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador
era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado
y recogido: las mujeres en sus casas, el dinero en las carpetas, el vino en las
tinajas. Andrés se preguntaba: ¿Qué hacen estas mujeres? ¿En qué piensan? ¿Cómo
pasan las horas de sus días? Difícil era averiguarlo. Con aquel régimen de
guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un cementerio bien
cuidado podía sobrepasar tal perfección.
Esta
perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La
ley de selección en pueblos como aquél se cumplía al revés. El cedazo iba
separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el
grano.
Algún
burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre españoles no era
raro. Por aquella selección a la inversa, resultaba que los más aptos allí eran
precisamente los más ineptos. En Alcolea había pocos robos y delitos de sangre:
en cierta época los había habido entre jugadores y matones; la gente pobre no
se movía, vivía en una pasividad lánguida; en cambio los ricos se agitaban, y
la usura iba sorbiendo toda la vida de la ciudad. El labrador, de humilde
pasar, que durante mucho tiempo tenía una casa con cuatro o cinco parejas de
mulas, de pronto aparecía con diez, luego con veinte; sus tierras se extendían
cada vez más, y él se colocaba entre los ricos.
La
política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza
del pueblo.
Era una
política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban
el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los
Mochuelos conservadores.
En
aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde, un
hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que
suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio.
El
cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y
despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre, que cuando
entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no
disimulaba como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el
trabajo de ocultar decorosamente sus robos. Alcolea se había acostumbrado a los
Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran
los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un
“tabú” especial, como el de los polinesios. Andrés podía estudiar en Alcolea todas
aquellas manifestaciones del árbol de la vida, y de la vida áspera manchega: la
expansión del egoísmo, de la envidia, de la crueldad, del orgullo. A veces
pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar en la
indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones,
formas violentas de la vida. ¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si
es fatal, si no puede ser de otra manera?, se preguntaba. ¿No era
científicamente un poco absurdo el furor que le entraba muchas veces al ver las
injusticias del pueblo? Por otro lado: ¿no estaba también determinado, no era
fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar contra
aquel estado de cosas violentamente?
1-¿Qué sistema político se ve reflejado en Alcolea?
Se ve
reflejado un caciquismo entre liberales y conservadores.
2-¿Los políticos son los únicos culpables de la situación del país (representado por Alcolea)? ¿Qué critica Baroja de los españoles representados por los habitantes de Alcolea?
No, también
culpa a los ciudadanos ya que estos no hacen nada en contra la situación política
que afrontan, su líderes y representantes son unos corruptos.
3- ¿Por qué Baroja considera que no hay solución posible para los problemas de España?
Por lo
dicho antes, los ciudadanos no tienen intención de acabar con la corrupción que
sufren, pensaban que era la única forma de que salieran adelante sin verse
afectados económicamente y socialmente.
4- En este fragmento Baroja hace alusión a la ataraxia como única posibilidad intelectual ante las injusticias. Di dónde aparece.
Al
final del texto donde se cuestión la voluntad de la sociedad española que no
quieren romper con la que en ese momento esta establecido
TEXTO 4:
En un
ambiente de fricciones, residuo de un
pragmatismo viejo y sin renovación vivía el Madrid de hace años .Otras ciudades
españolas se habían dado alguna cuenta de la necesidad transformarse y de cambiar; Madrid seguía
inmóvil, sin curiosidad, sin deseo de cambio.
El
estudiante madrileño, sobre todo el venido de provincias, llegaba a la corte
con un espíritu donjuanesco, con la idea de divertirse, jugar, perseguir a las
mujeres pensando, como decía el profesor de Química con su solemnidad habitual,
quemarse pronto en un ambiente demasiado oxigenado.
Menos
el sentido religioso, la mayoría no lo tenían, ni les preocupaba gran cosa la
religión; los estudiantes de las postrimerías del siglo XIX venían a la corte
con el espíritu de un estudiante del siglo XVII, con la ilusión de imitar,
dentro de lo posible, a Don Juan Tenorio y de vivir.
El
estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e
intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que representaba en el
mundo, no podía.
La
acción de la cultura europea en España era realmente restringida, y localizada
a cuestiones técnicas, los periódicos daban una idea incompleta de todo; la
tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño
fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional.
Si en
Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de ellas
en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían
la envidia de otros países: Castelar, Cánovas, Echegaray... España entera, y
Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español
era lo mejor.
Esa
tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla,
contribuía al estancamiento, a la fosilificación de las ideas.
Aquel
ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés
Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del
año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta
años explicando. Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa
simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil. Sobre todo,
aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era
escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de
Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención
del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que
le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos
para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un
prestidigitador.Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en
medio de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se
levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos del
fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados llevaban el
compás golpeando con los pies y con los basto. En la clase se hablaba, se
fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a
presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un
vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un
perro vagabundo, y fue un problema echarlo. Había estudiantes descarados que
llegaban a las mayores insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al
profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de dar un nombre falso
cuando se lo preguntaban.
—Usted
—decía el profesor señalándole con el dedo, mientras le temblaba la perilla
por la
cólera—, ¿cómo se llama usted?
—¿Quién?
¿Yo?
—Sí,
señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama usted? —añadía el profesor, mirando la
lista.
—Salvador
Sánchez.
—Alias
Frascuelo —decía alguno, entendido con él.
—Me
llamo Salvador Sánchez; no sé a quién le importará que me llame así, y si hay
alguno que le importe, que lo diga —replicaba el estudiante, mirando al sitio
de donde había salido la voz y haciéndose el incomodado.
—¡Vaya
usted a paseo! —replicaba el otro.
—¡Eh!
¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral! —gritaban varias voces.
—Bueno,
bueno. Está bien. Váyase usted —decía el profesor, temiendo las consecuencias
de estos altercados.
El
muchacho se marchaba, y a los pocos días volvía a repetir la gracia, dando como
suyo el nombre de algún político célebre o de algún torero.
Andrés
Hurtado los primeros días de clase no salía de su asombro. Todo aquello era
demasiado absurdo. Él hubiese querido encontrar una disciplina fuerte y al
mismo tiempo afectuosa, y se encontraba con una clase grotesca en que los
alumnos se burlaban del profesor. Su preparación para la Ciencia no podía ser
más desdichada.
Andrés Hurtado estudia medicina
en Madrid (como hizo el propio Baroja), lo cual le sirve a Pío Baroja para
reflexionar sobre la situación cultural y educativa del país:
1- ¿Qué opinaba sobre la educación universitaria en España? ¿Cómo eran los profesores? ¿Y los alumnos? Relaciónalo con lo que antes pusiste sobre los Regeneracionistas y la Institución Libre de Enseñanza.
Opinaba
que seguía siendo la misma que la de unas épocas atrás, no había evolucionado
como en otros países. Los profesores eran mayores, veteranos en la enseñanza y
también vanidosos. Los alumnos tenían la mentalidad de venir a la capital a
vivir, a ser una copia de Don Juan Tenorio.
2- ¿La gente realmente venía a Madrid a prepararse académicamente?
No, la
gente venía a “pasearse”, a vivir una vida un poco picarona, como el ejemplo
anterior de Don Juan Tenorio.
3- ¿La gente culta y con inquietudes podía saber lo que pasaba realmente en España? ¿Por qué?
No, no podía
por las restricciones que tenía España con contar lo que realmente pasaba fuera
del país.
4- ¿Por qué España vivía aislada culturalmente?
Porque
no se contaba con total claridad lo que pasaba en otros países, los medios de comunicación
no contaban el cien por cien de las noticias que criticaban la sociedad
española de ese tiempo.
MIGUEL
DE UNAMUNO
-Lee el siguiente fragmento y
contesta estas preguntas:
El pobre hombre temblaba como un azogado,
mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí;
no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que... es que... ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo
quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y
contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué
es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto?
––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes
que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto
ni vivo.
––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por
Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me
suplicó consternado––, porque son tales las cosas
que estoy viendo y oyendo esta
tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le
dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes matarte porque no estás
vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No, no existes más que como ente de ficción; no
eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de
mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he
escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como
quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un
rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir
más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros,
le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó
los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las
palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
––Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté
usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se
cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado
de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que
sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni
muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia
llegue al mundo...
––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me
replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia...
––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de
que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez
dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha
sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho
son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso
era...
––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra
cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que
más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador?
––le repliqué a mi vez.
––En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a
mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por
sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me
reconoce ya existencia independiente de sí.
––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo
necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay
fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga.
Mis monólogos son diálogos.
––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más
que monólogos...
––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no
existes fuera de mí...
––Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que
es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted
cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito
Carrascal y el gran don Fulgencio...
––No mientes a ese...
––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver,
¿qué opina usted de mi suicidio?
––Pues opino que como tú no existes más que en mi
fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé
la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo
dicho!
––Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno,
es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría
de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de
ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese
caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su
capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna...
––Sí, conozco esa cantata.
––En efecto; un novelista, un dramaturgo, no
pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un
ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún
lector esperaría que hiciese...
––Un ser novelesco tal vez...
––¿Entonces?
––Pero un ser nivolesco...
––Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren
en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha
dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica
interior, y esta lógica me pide que me suicide...
––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
––A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me
equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más
difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo
equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras,
pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese
conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos
difícil que el...
––¿Cuál es? ––le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y
lentamente me dijo:
––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a
sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los
personajes que finge o cree fingir...
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de
Augusto, y a perder mi paciencia.
––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que
usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y
porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un
puñetazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de
una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti,
decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir,
pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me
va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
––¡Sí, voy a hacer que mueras!
––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––.
¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a
quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es lo mismo...
––En efecto, he oído contar casos análogos. He oído
de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la
vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de
ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro
renunció a su propósito.
––Se comprende ––observó Augusto––; la cosa era
quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había
de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí
mismos por falta de valor para matar a otros...
––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú
quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los
dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire usted, precisamente a esos... no!
––¿A quién, pues?
––¡A usted! ––y me miró a los ojos.
––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo?
Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted,
amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como
usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser... ficticio?
––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por
mi despacho––, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que...
––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se
puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi
propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la
real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de...
––No sea usted tan español, don Miguel...
––¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español,
español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta
de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi
religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi
Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en
español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español...
––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la
realidad.
––Y luego has insinuado la idea de matarme.
¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero
más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes,
anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto
llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero ¡por Dios!... ––exclamó Augusto, ya
suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero
vivir, quiero vivir...
––¿No pensabas matarte?
––¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de
Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han
dado; se lo juro... Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir,
vivir...
––¡Vaya una vida! ––exclamé.
––Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a
ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón.
Quiero vivir, vivir, vivir...
––No puede ser ya... no puede ser...
––Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...
––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le
lloraba la voz.
––No puede ser... no puede ser...
––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su
mujer, por lo que más quiera... Mire que usted no será usted... que se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser
yo!
––¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije
cogiéndole una mano y levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es
irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no
sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente
la idea de matarme...
––Pero si yo, don Miguel...
––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en
efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
––Pero ¿no quedamos en que...?
––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado
tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha
de valerte ya la vida...
––Pero... por Dios...
––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Con que no, eh? ––me dijo––, ¿con que no? No
quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme,
oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de
morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted
se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará
de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá
usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin
quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos,
todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros,
nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es
usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo
que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...
––¿Víctima? ––exclamé. ––¡Víctima, sí! ¡Crearme
para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que
crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá
usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir,
pues!
1-¿Qué decisión había tomado Augusto al ir a visitar a Unamuno?¿Qué le responde Unamuno? ¿Por qué cambia Augusto de opinión? ¿Cuál es el destino que nos espera a todos según Augusto?
Augusto
había ido a pedir ayuda a Unamuno, ya que este se iba a suicidar. Unamuno le
responde que para suicidarse primero hay que estar vivo. Augusto cambia de opinión
porque Unamuno decide matarle por lo que le había dicho sobre su existencia. El
destino que nos espera según Augusto es la muerte.
2-Explica qué relación establece Unamuno entre la vida y una novela: ¿quién es el novelista de nuestras vidas, quiénes son los equivalentes a los personajes en la vida, somos libres los seres humanos, por qué, cuándo moriremos?
El
escritor y personaje seriamos nosotros mismos, así decidiendo en casi la
totalidad de las veces que queremos.